miércoles, 2 de julio de 2014

Correr 21 kilómetros no me hizo mejor persona.

Son las cinco y treinta de la mañana de un domingo. El despertador suena y me levanto. No sabía que el mundo existía a esta hora, no imaginaba otra cosa sino que nos hundíamos en un hoyo negro que solo era atravesable por los repartidores de periódicos y las aves matutinas. Domingo cinco cuarenta, me repito, mientras me estiro y reviso la temperatura del agua en la ducha.
Afuera hace un día nublado, con la luz de un día que comienza sobre las casas de mi condominio que parecen dormir también. Algunos charcos sobre sus techos reflejan el cielo gris brillante. Este día es el día.
Hace un año, mientras se corría la media maratón de la ciudad, yo la veía desde un restaurante en la Reforma, con dirección norte, con una torre de panqueques servida, cuyo tope era una montaña de crema batida y fruta. Mi hermana pasaría enfrente, porque mi hermana corre desde hace unos años y es un rayo.
Vi pasar a los keniatas y al etíope. Eran como esas aves que caminan sobre el agua antes de alzar el vuelo. Luego vi pasar mucha gente, todos flacos, sanos, felices, llenos de energía. Me dio cierta pena por mí. Con la panza enorme después de un par de años de descuido, sin más actividad física que caminar del auto a donde voy, subir las gradas en mi edificio. Nada.
Me prometí que esto cesaría. Para sellar mi compromiso público me abrí un blog: el Diario de un atleta gordito. Ahora que lo reviso me da cierta alegría saber que guardé un registro de una proeza inédita en mi vida: yo, un perezoso aficionado a pasar horas frente al computador o la televisión, haría algo impensable: correr veintún kilómetros. Para darme una idea, es la distancia que hay entre el Palacio Nacional de la Cultura y Villanueva,  Villa Canales o Mixco. Y lo iba a correr. Maravilla.
Cuando comencé a prepararme, pensé que me daría por vencido. Especialmente en diciembre, porque diciembre me pone cerdiloco. Hice media maratón de convivios en diciembre y enero fue como un lunes con resaca. Así que fue comenzar de cero de nuevo.
En marzo volví a entrenar. La primera vez que corrí veinte minutos seguidos sentí que acababa de noquear a Tyson. A decir verdad, me hubiera encantado que la gente del gimnasio me sacara en hombros, pero la gente del gimnasio no me simpatiza. Es básicamente, un grupo de gente que se reúne a saludarse entre sí mientras están en movimiento. Hablan un rato, se montan a bicicletas estacionarias, bailan en la duela, sudan y luego quedan los viernes en una cevichería. Paso.
No busco amigos en el gimnasio. Busco destruirme. O destruir la idea que tenía de mí. Porque hacer ejercicio se convirtió de pronto en el reto de poder ser otro. Y la primera vez que alcance a correr treinta minutos seguidos sin escupir ningún órgano algo pasó en mí, una especie de iluminación bárbara, un amigo lo llama el túnel, yo lo llamo el Olimpo.
Estuve en el Olimpo. Vi mi vida pasada, presente y futura pasar frente a mí. Pude resolver problemas complejos, supe que la gravedad es mi amiga, que los chats me aburren, que las redes sociales son como quince hamburguesas en un like y está llena de gente que pasa prendida veinticuatro horas lo cual me hace sospechar que sean bots de la posmodernidad. Supe con certeza que estoy vivo y que no importa nada más.
En ese punto ya no hubo vuelta atrás. Sorpresivamente empecé a salir menos y entrenar más. A dormir ocho horas diarias. Qué maravilla es dormir ocho horas, uno transita por el tráfico denso sin pensar en bazucas y metralletas. Sé que a las tres de la tarde no moriré de sueño y que a las diez de la noche, chau chau mundo, que me voy a dormir.
Me estoy cuidando. Eso es. Levantarme un domingo y correr dieciséis kilómetros fue mi primera gran victoria en años. Y hoy, me gradúo, será la primera media maratón, me estiré, estoy listo, así que despierto a mi hijo, le toca el sacrificio de levantarse temprano, pero al verme con los pantalones cortos y la playera de la carrera se emociona y vamos pues.
Me encuentro con mi hermana en casa de mi madre y salimos hacia la Municipalidad. Al llegar los corrales aún lucían vacíos. El sitio estaba lleno de banderas, adornos y un show que luego tendría cerca de diecinueve mil corredores esperando el banderazo de salida.
Es un acto multitudinario, uno de los que mayor atención concentra. Y sin embargo, para mí no ha dejado de ser un acto de uno. Porque correr es un acto meditativo. Lo es casi cualquier deporte. También lo fue nadar para mí, en la adolescencia. Ese momento donde todo es cristalino llega en absoluto silencio y no puede ser compartido.
Diecinueve mil personas estábamos ahí y no me sentía parte de ningún grupo. Sigo siendo el mismo introvertido que prefiere no intimar. Estoy rodeado. La gente que llega tarde me empuja para tomar un lugar donde ya no hay espacio. Me desespero un poco. Llevo cerca de dos horas esperando el banderazo de salida.
Con tanta gente reunida, pensé que el Alcalde daría un discurso, que se haría publicidad. Sin embargo, la ceremonia se centró en cantar el himno y luego adiós muchachones, suerte que esto ya empezó. A mi lado tenía un anciano de unos setenta años con un brazo quebrado y una bolsa de hielo metida en el trasero.  También a la gente de un equipo de corredores tomando un gel de unas bolsas muy raras como de ración de soldado.
Empezó la carrera y me tomó cerca de cinco minutos llegar desde mi corral hasta la salida. Estando ahí, corro, tranquilo, sabiendo que el trayecto será largo y que las dos horas de pie, casi inmóvil van a cobrarme su buena cuota de energía.  
Llevamos apenas unas cuadras cuando encuentro a los primeros caminando por agotamiento. Mis preciosos. Sigo y a penas empiezo a calentar. Me siento de maravilla. Las calles del centro son una fiesta y yo me la estoy disfrutando. Encuentro amigos y los saludo con una emoción, como diciendo miren lo que puedo hacer. Siento orgullo de mí, no tengo pena en decirlo.
Al llegar a la calle Martí, encuentro un grupo de corredores en una especie de círculo en movimiento. Los rebaso y entiendo cuál era el punto de su formación: iban detrás de una chica con nalgas de silicona. Se nota que lo son, porque rebotan las dos al mismo tiempo como si fueran un mismo cuerpo adherido a otro cuerpo.
Paso a la Simeón Cañas y encuentro los primeros grupos de familiares y vecinos saludando con panderetas y porras. Es una alegría. Tomo alguna bebida y sigo. La sexta avenida se vuelve una especie de embudo donde la carrera se convierte en una de slalom, entre gente que se atraviesa y corredores que ya van fundidos.
Pero al salir de ahí, todo se vuelve más fluido. El sol empieza a salir frente a la Municipalidad de vuelta. Voy bien, me siento de maravilla, las piernas dan para más. Subo la calle de Yurrita desde la sexta avenida, esa colina empinada, como si nada. El sol nos pega de pleno y varios corredores élite ya vienen de vuelta por la séptima avenida. Un hombre con un perro salchicha me rebasa. Veo al perro mover las patas frenéticamente.
Eso es un baldazo. Yo comienzo y ellos ya terminan. Pero bueno, no voy por una marca sino por terminar. Aún me siento bien, acelero sobre Reforma, me gusta mucho correr ahí, los árboles provocan una sensación de frescura total y el asfalto de deja recorrer sin problema.
Encuentro a mi mamá y a mi hijo, aún no me esperaba, iba ciertamente veloz, mucho más de lo que podrían imaginar que iría, así que aún no tiene lista la cámara. Mi hijo me sonríe y me anima aún más. Las porras son intermitentes y eso se agradece. Uno se siente una especie de héroe.
Bajo por las Américas hasta el Monumento al Papa. Llevo cerca de quince kilómetros y me siento bien. Espero que la vuelta sea igual de fácil. Bajo un poco la velocidad para recuperarme. A mi lado va gente muy delgada.
Al dar la vuelta para regresar a la Municipalidad sobre las Américas la carrera se pone cuesta arriba. No lo parece, pero ahí hay una pendiente matadora. Empiezo a sentir la fuerza que está requiriendo mis piernas. Muchos corredores me empiezan a rebasar, pero no importa, sigo, paso a paso, pienso.
A la mitad de las Américas, de vuelta, me encuentro a un grupo de bomberos atendiendo a un hombre que se ve muy mal. Lo tienen sin camisa, inmóvil, con una especie de electrodos adheridos al cuerpo. Lo levantan y la cara de los bomberos tiene mala pinta. Me asusto un montón. No quiero terminar así. Bajo el paso.
Atravieso el Obelisco ya más lento y paso por Reforma alentado por la gente que sigue ahí apoyando. Vuelvo a saludar a mi madre y a mi hijo. Estaban preocupados. Ciertamente tenían razón. Me hice una hora en los últimos seis kilómetros de la carrera, mientras que los primeros quince los recorrí en una hora y cuarenta.
Saludo a mi madre, que está frente al restaurante donde decidí que correría y alzo las manos en señal de victoria. Me vencí a mí, al que era cuando hace un año estaba sentado comiendo una fila de panqueques.
Sigo. Encuentro un hombre, un tipo curtido por el sol, escondido tras los arbustos en la Embajada estadounidense gritándonos, ya solo les quedan dos kilómetros. Se lo agradezco. Es una emoción oír esa noticia.
Encontré mucha generosidad en la carrera: gente muy humilde regalando bolsas de agua, otras regalando dulces, los que aplaudían gratuitamente nuestro paso. En los últimos kilómetros cada porra es un shot de energía. Voy agotado. Camino cerca de tres cuadras  y retomo el aliento para enfilarme a la séptima avenida y correr el último trayecto. Ver la meta me anima.
Varios corredores están al lado del camino, tendidos en el piso, siendo atendidos por los bomberos. Me duelen mucho las plantas de los pies, siento que las piernas me pesan tres toneladas cada una, pero sigo. Lo logré, corrí 21k, me repito, mientras estoy a un kilómetro de terminar.  
Bajo el puente de la línea férrea del Centro Cívico, mi hermana, que terminó con 1:48 me espera y anima ¡Vamos Julio! Grita y siento como si me hubieran inyectado de energía. Avanzo, avanzo, dejo atrás unos corredores, me rebasa una señora, creo que la meta está cerca, paso frente a la Muni ¿Dónde diablos está la meta? Aún no llego, me sale un ¡Ay! Involuntario, la señora toma distancia de mí, rebaso a dos, un tipo se queda a dos pasos de la meta sobándose las piernas y entro, alzando los brazos como Alí.
Recibo mi medalla, saludo amigos, entre ellos a Dina Fernández, una de mis mentoras en esto de correr. Me siento bien, salvo cuando mi madre me dice que me esperan en el auto a cuatro cuadras de ahí. Cada paso que doy es como arrastrar un elefante. Siento un poco de mareo y necesito cruzarme una calle, así que espero cerca de tres o cuatro minutos para hacerlo, hasta que no venga ningún auto, porque de correr nada.
Finalmente llego. Mi madre, mi hermana y mi hijo me aplauden. Creo que todos creíamos imposible que hiciera tal cosa. Yo, el más ocioso de los ociosos, corrí una media maratón. Una cosa increíble. Maravillosa. Me siento otra vez en el Olimpo, como si tuviera a Zeus al teléfono, como si acabara de vencer a Xibalbá, como si pudiera escalar el Everest sin perder ningún dedo del pie. Yo acabo de matar un monstruo monumental.
Pero no soy mejor persona. Soy el mismo. No sé qué fue de los diecinueve mil que corrieron conmigo. Correr es un acto meditativo y personal. Una victoria silente, que se guarda, con la medalla y el sudor que fui dejando a cada paso.
Posteo todas las fotos que encuentro en las redes sociales. Mis primos me dicen que también van a correr. Hasta Quique Godoy me ha dicho que correrá conmigo en el 2015. Al parecer esto es contagioso. Me alegra mucho.
Llego a casa, me ducho, puedo andar sin mayor problema, tomamos un almuerzo proverbial, pienso en mi próximo oponente a vencer: la Max Tott. Total, esto ya no da marcha atrás. Correr es como escribir una novela. Una épica. Correr me hace pensar que puedo escribir una novela.
Correr me hizo comunicarme con algo que estaba perdido en mí. No me hizo mejor persona, no tengo un aura que brilla, no salgo abrazando a los vecinos o cantando con los gorriones que se posan en mi mano, no beso recién nacidos que me acercan a mi paso.
Soy el mismo; pero estoy feliz de ser quien soy. 

martes, 27 de agosto de 2013

¡En tu cara, vida ociosa!


Enrique, mi buen amigo, tomó esta foto en el km. 6. (aprox) Todo era risas y felicidad. Tiempo total: 2.42.56 Me morí en el último trayecto. Ahora por la Max Tott. 

jueves, 22 de agosto de 2013

Say no more


El domingo pasaré de ser un atleta gordito a ser solo un atleta.
21.9kms de dolor que vendrán a este cuerpo vicioso, que recibiré con alegría. 
Pienso en la pelea de Alí cuando recibe el castigo durante el 90% de la misma, aguantando el dolor, aguantando, con la gana de cansar al oponente y reventarlo 
Cuando Alí corría en Zaire, antes de la pelea contra Foreman, la gente le gritaba Alí bomaye! que es una manera de decir mátalo, Alí. 
Creo que Alí sabía que si no acababa con Foreman, la gente acabaría con él. 
Me voy a imaginar que soy Alí, sin parkinson, y que el dolor es Foreman fajándome. Podré con él. Aguantaré. 
Cuando pase por el Obelisco de vuelta hacia la Reforma, me soltaré con todo. 
Será como si me cabalgara Abbadón el Exterminador. Tendré dolor pero el dolor me motivará a buscar más. El dolor es mi gasolina, dijo mi prima la sado. 
Ya verán, cuando pase frente a la Patsy, donde el año pasado me comía una torre de panqueques con crema batida, guiñaré el ojo. 
Un año lejos de ese vicioso fui. 
Al llegar a la meta me sacaré la camisa, verán mi pinta EL ROCK ES CIUDAD, ARZÚ ES UN ALLIEN Y SI LO MIRAS TRES SEGUNDOS DESPERTARÁS CON EL UNIFORME DE EMETRA DIRIGIENDO EL TRÁFICO EN EL TRÉBOL  y si tengo suerte Patty de Arzú me recibirá en sus brazos para recitarme un salmo en el oído antes de desfallecer, ponerme la medalla, ir por un masaje, aullar con la Loba de la muni, buscar el auto, besar un recién nacido y guardar mi ropa sudada como bandera de victoria. 
Porque puedo atravesar el fuego y salir ileso.
Ajoy!

lunes, 15 de julio de 2013

No me rendiré en el nombre de todos los gorditos.

San Rocky Balboa me protege.
Un baldazo de agua fría, a dos pasos de estar congelada, cayéndote mientras estás en bolas parado sobre la nieve en algún lugar perdido de Canadá. Así describiría mi experiencia en las primeras dos carreras de 10k en las que me inscribí, si fuera el caso que algún noticiero deportivo, mejor si radial, me entrevistara. Luego miraría al cielo y diría "sigo preparándome, el trabajo no para, esto es hasta no ver la final de los 21k y tener mi medalla en nombre de todos aquellos ociosos que alguna vez soñaron con lograr un mérito deportivo desde su sofá". 
La primera carrera, la nocturna de Guatemala, pasó lo siguiente, queridos amigos: estaba yo inscrito, mi nombre en el mural de los participantes en la exposición de la carrera, mi camisa talla XXL, todo lo tenía, mi número, mi  vaselina para que no roce, todo pues, y zas que tengo que irme a Xela a presentar un libro de poesía de mi hermano. 
Corrían todos aquellos atletas valientes, mientras yo daba un discurso sobre la migración, agradeciendo que para estos menesteres no se haga el antidoping porque válgame Zeus qué podría pasar. 
La segunda carrera a la que me inscribí, fue la del Ministerio Público. Invitado había sido a una fiesta bacanal la noche anterior al evento, podrán imaginar la tentación que fue puesta ante mí por el mismo pastelillo que en sueños me dice que no corra, que no haga ejercicio y he aquí que con la fuerza de un titán, el niñito Jesús estaría contento de verme, dije no, no voy a la fiesta, mejor me hidrato y me preparo para la carrera, yo domingo me levanto temprano, sea como sea. 
Cinco de la mañana, imagínense amigos, cinco de la mañana de un domingo que llovía como si el diluvio estuviera ocurriendo y el arca estuviera lejos, a medias, hecha de fibra de vidrio, ya no de madera. A esa hora me levanté, aún oscuro, me estiraba como si quisiera volver mi cuerpo un moño en el cuello de un gato muy gordo. 
Seis de la mañana, aquella emoción, amigos todos, atletas bárbaros, feroces que me leen, ociosos que se ríen de mis periplos, seis de la mañana y yo iba en camino con Mynor mi amigo, mi compañero leal de carreras, con quien competimos en barriga y estatura a la carrera del Ministerio Público, salida en la Municipalidad bajo la lluvia de la madrugada de un domingo, resalto y subrayo. 
Pero he aquí que bajo el aguacero solo estábamos Mynor y yo, mirando, durante veinte minutos cómo los charcos se volvían pozas y las pozas anegaban la alcantarilla y nadie más que nosotros chapoteaba en la calle. 
Si tan solo pudiera yo transmitirles algo de las diez toneladas de frustración que me cayeron encima cuando vi el rótulo de salida doblarse por el aguacero, sin nadie más que mi fiel colega y yo, ni los organizadores, ni los premios, ni la radio deportiva que tenía que entrevistarme con la que hablaría de mí en tercera persona diciendo cosas como "Julio Prado se preparó para esta carrera, está hidratado y listo para ofrecerle un espectáculo digno a la afición. Un saludo a mi mamá que está comiendo donitas Bimbo". 
Pero no, quizá la frustración sea incomesurable. 
Solo se curó porque Mynor y yo fuimos a desayunar huevos, frijoles y tocino a Campero mientras escampaba, para luego irme a dormir, arrullado por la lluvia. 
Sin embargo, queridos amigos, feroces atletas, ociosos que se ríen de mis periplos, a eso de las diez de la mañana tuve un sueño, soñé que conquistaba la cima del Himalaya en un monociclo sin más ayuda que la de mi ángel de la guardia, mi dulce compañía, y decidí, vengar, porque aquello sería una revancha fría y sangrienta, las carreras que no he corrido y me largué con todo y cosas a Reforma y Obelisco a correr en el circuito Monumento al Papa, embajada estadounidense, mira tú qué lugares, Reagan estaría orgulloso, un circuito digamos de corredor republicano, de la liga anti comunista, pues, corrí ahí cerca de catorce kilómetros en una hora y media. 
Lloré casi. 
Casi beso el asfalto que me vio lograr aquella hazaña. 
Tres DC-3 sobrevolaban el aire como ballenas. 
Era el día del Ejército. 
Yo acababa de invadir mi Polonia, de ganarle a las dos Coreas, de vencer a Mao, de invadir Cochinos, de afianzarme en las Termópilas mismas, por Odín que sí, yo corrí lo que nunca he corrido y terminé sin gritar auxilio señor esto que escupí es mi riñón. 
No. Estaba sano, íntegro y listo para seguir corriendo. 
Esto del deporte es una maravilla. 

viernes, 15 de febrero de 2013

¿Me quieres solo por mi cuerpo?

Meses después de comenzar mis arduos entrenamientos para los 21K y habiendo bajado unas libras en lugares estratégicos de mi tropical figura, he tenido que enfrentar problemas hasta entonces inéditos en mi vida. El más importante quizá, es que con esta nueva presentación, por primera vez tengo que preguntarme si la gente me quiere por lo que soy o tan solo por mi cuerpo. 
Y es que he tenido conversaciones puntuales que en los últimos meses han incluido los siguientes hashtags: 
#toritohazmelamor
#Toroerescomuelacero
#Quierociberorinartumuro; y el más preocupante de todos: 
#YabalólacabraYezabel (Me preocupa por su evidente guiño zoofílico). 
El segundo problema se refiere a la serie consecutiva de atletas caídos y/o exitosos. Toda esta gente que sobresalió por hacer un deporte profesionalmente y que a la larga no era feliz. 
¿Realmente te hace mejor persona el ejercicio?
¿Terminaré siendo gobernador de California?
Eso. Creo que al final mi principal temor es que después de correr tres maratones, termine volviéndome republicano. 
Zeus me libre. Mientras tanto, les dejo los hashtags para que los usen a discresión y  me preparo para los 10k de la Ciudad. Estaré informando. Disfruten su comida.  

jueves, 20 de diciembre de 2012

La navidad me pone cerdiloco



Ahora que todos florecemos en el esplendor del aguinaldo, celebrando en un bacanal sin fin, a uno no le queda más que sumergirse en la corriente esperando que no lo tropiece demasiado contra las rocas. Pero no hay demasiada suerte. 
Diciembre es un campo minado para un atleta diletante. Todo ese esfuerzo, esa libra de menos, esa bocanada de aire que ahora se administra mejor, se van perdiendo entre cervezas, asados, tamales y chocolatitos en forma de enanos y casitas que se desmoronan en la boca. Qué alegre. 
Adiós a los logros. Hasta corría por las calles, cruzando el barranco del condominio, fingiéndome un Rocky Balboa en el ascenso en la pronunciada cuesta, mientras el sol inundaba mi cara redonda, aún cachetona,  pero salvaje, atlética y bastante varonil, mientras el sol me estallaba en la cara.
Qué va, ahora a empezar un tanto de cero. Y cómo no, si todos parecen haber sido infectados por ese virus que les obliga a juntarse para acabar con la comida y las cerveza del mundo, mientras uno es arrastrado por el compromiso social. 
En fin. Uno de esos pocos días en los que me he acercado al gimnasio me abordó ese tipo amable que me habla de su mujer, sus hijos y  de su amante cuando deja a los hijos, para decirme que el ejercicio es como un monstruo que nunca está satisfecho. Si ahora haces diez lagartijas, mañana el cuerpo te pedirá veinte, treinta, cincuenta, cien, dijo, y así nunca será suficiente. 
No tengo ninguna intención de alimentar ese monstruo. Quizá sólo le garantice ciertas y discretas alegrías. Lo que sí debo reconocer es que me hace falta la explosión de adrenalina de dos horas de ejercicio. Me hace falta sentir que soy parte del ejército de Leónidas, hombres violentos en taparrabos, que decididos no permitirán que los invada la grasa.
Qué va. Por ahora la vida va de reunión en reunión, esperando a llegar a casa y dormir una o dos horas cuando hay suerte.
El otro día en un arrebato desesperado y bastante compulsivo fui al supermercado por Omega 3 y regresé con un bote enorme de Nutella. No había reparado en ello, hasta el día siguiente, cuando amanecí y lo encontré en la cocina. Es como si otro yo, malévolo, lo hubiera llevado a casa. No me quejo demasiado, pues también amaneció una botella de buen vino y media bola de queso holandés que me hace suspirar.
Lo que sí me preocupa es haberme sorprendido una noche, mientras dejaba caer una cucharada de nutella sobre el plato de cereal. Es el signo inequívoco de mi decadencia. Que Odín me ayude.
Ahora que me pongo metafísico es hora de recapitular. Enero viene a la vuelta de la semana y me alegra. Es como un umbral mágico, el cual atravesándolo, permite que instantáneamente seamos una versión mejorada de nosotros.
Esta vez no quiero que pase eso: yo no quiero ser otro, quiero ser yo, antes de diciembre, y salvar de una buena vez esta mina de azúcar, alcohol y ositos de goma. ¿Por favor?

jueves, 27 de septiembre de 2012

Anoche soñé con un pastelillo. Poema épico sobre la paradoja.

Anoche soñé con un pastelillo
era grande y olía rico
quizá también era suavecito
me decía:
¡No corras! ¡No corras!
¡No hagas ejercicio!

Yo lo escuchaba
su voz era como dulce mermelada
untada sobre un pan tostado con mantequilla

Corría alejándome de él
aquí la paradoja
el pastelillo quería que no hiciera ejercicio
pero yo corría para huir de él
el pastelillo quería que lo comiera
y yo quería darle una mordida
pero no podía

El pastelillo me perseguía
pero Jack Lalanne
apareció en la mitad del sueño
era un rayo
un trueno
un huracán musculoso como el de la botella de jabón



Me ofreció un licuado
que hizo en su máquina de jugos
me dijo muchacho resiste
o te volverás un puerquito
a la gente no le gusta los puerquitos
sólo les gusta el tocino
¿Acaso quieres ser el tocino de mis huevos?

Jack Lalanne era un pesado, un alburero
pero el licuado estaba bueno
sabía a frutas
y las frutas son buenas
pero no los pastelillos.