viernes, 21 de septiembre de 2012

Sinatra y las señoras fodongas.


Estoy en la balanza del gimnasio esperando a que nadie vea el gesto de alegría que tengo. Bajé cuatro libras en tres semanas. O sea, casi el peso de un recién nacido. Casi.
Más que poder amarrarme los zapatos con menos dificultad que antes, lo que más me gusta de sudar como luchador de sumo en sauna, es la lucidez que provoca. 
Justo cuando llevo circa una hora y diez minutos de ejercicio puro y duro, algo sucede: la claridad sobreviene y no se va. Estoy oxigenado, alerta, no eufórico, en calma. 
En esa claridad he podido avizorar cosas en mi vida que entregaré al despojo. Mucha cáscara y poca fruta. Queremos más fruta. Eso. Morder y que sea jugosa. 
La cosa en el gimnasio no es todo gente endorfínica, les diré. He encontrado que hay al menos cuatro grupos principales de colegas, a saber: 
a. Las señoras fodongas. Comienzo con ellas porque son capaces de despertar mi ira a las 5.05am, lo cual es un logro. Ahí están con sus trajes ajustados hablándoles como reinas al hombre de la limpieza. Le gritan abusivamente. No hacen ejercicio, simulan hacerlo. Hay una en especial, baja, gorda, como todos nosotros, que baila en la bicicleta meneando ese inmenso trasero en tights negros y su cara de chismosa y rissoto a la crema. 
b. Los treintones amigos de las señoras fodongas.  Mamones. Gustan del chistorete. 
c. Las señoritas gimnasio de colonia. Zeus las bendiga, no llegan a hacer casi nada salvo desconcentrarnos, pobres homínidos que somos.
d. Mi grupo. O sea yo, sólo. Que sufro en silencio alejado del mainstream atlético, dicen los muchachos. 
Nunca he sido bueno para encajar. Lo bueno es que ya no me esfuerzo nada por hacerlo. El asunto es que me siento bien. 
No lo puedo creer. Quién diría que el ejemplo de ocio y desidia que era, terminaría diciendo que el ejercicio le está sentando bien. Pero ¿qué sería de mí sin esa capacidad de mutar y cambiar de vida como si viviera muchas en una?
Ay caray, you make me feel so young, dijo Sinatra. 

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